La envidia me corroe todos los veranos, pues así como el gazpacho terminó por hacerme suya, con la sandía no he podido ni en la cuarentena. Y me corroe porque cuando aprieta el calor y llegan los postres, las mesas se llenan de entusiastas que devoran sandías zambullendo sus secos labios en carnosas y húmedas rajas de la cucurbitácea. Mientras se hidratan y mastican exclaman alabanzas como es lo mejor para el verano, qué fresquito, o corta otra más Mari Carmen. A su lado, yo mato el calor con un vaso de agua y a nadie le llama la atención. Malditos.
En verano, los supermercados se preparan para el desembarco de sandías, con un espacio destacado también para los melones, destinando auténticas explanadas para su exposición. Las tienen en tres tallas: entera, media y en cuartos, una idea encaminada a que los singles puedan hidratarse adecuadamente y contarlo en Twitter. Porque comerse una sandía solo no tiene gracia, hay que intentar dar envidia mientras por la comisuras de la boca resbala un dulce hilillo de jugo.
Volviendo al supermercado, a veces tengo la sensación de que si en el carro no te llevas una te miran mal. Por eso cuando llegas a la caja, ves que hay un expositor recordatorio lleno de sandias, normalmente en talla mini. Incluso hay cajeras que al verte tan seco y descolorido te dicen, la sandía está de oferta, ¿no va a llevar?
En busca de la sandía perfecta
Mi relación con la sandía comenzó un día de verano en Fuenterrabía, cuando aún nadie la llamaba Hondarribia, allá por el año 1975. Aquel día habíamos ido allí mi padre, mi tío y mi hermano a comprar cebo vivo. Hacía un calor insoportable y llegaba la hora de volver a casa, pero mi tío se empeñó en comprar una sandía y comerla allí. No os quiero contar las vueltas que dimos hasta que apareció la sandía de culo perfecto, aquella que anunciaba un festín de hidratación y dulzura. Nos llevamos varias, y como no había con que abrirlas nos fuimos a una terraza a beber una Cocacola.
De vuelta a casa, comenzó la orgía sandiera; las rajillas bailaban de la fuente a la mano y de allí a la boca. Todos lucían una sonrisa amplia, húmeda y verde mientras yo me comía una manzana con resentimiento. En un descuido, como nadie me veía con tanto éxtasis, me fui a la cocina y partí un trocito, más que nada para ver si algo había cambiado en mí y le sacaba el gusto a ese sabor tan, tan, tan. Era mi única oportunidad para integrarme, pero no funcionó y decidí que lo mío eran las rosquillas de anís, de perdidos al río.
Al día siguiente, operaron a mi hermano de urgencia. En mi memoria siempre quedarán las pepitas de sandía como culpables de esa apendicectomía, digan lo que digan los médicos, yo tengo mi diagnóstico claro desde entonces. La rabia es así.
Imágenes vía | Echoforsberg en Flickr, Penningtron en Flickr
En Directo al Paladar | Las comidas veraniegas de mi infancia. El gazpacho