Hay un olor popular a patio de vecinos, a sartén por la mañana, a prisa por ver el sol, que es toda una promesa de un buen día de playa. Incluso cuando llega a mí por la ventana, colándose desde la casa del vecino, aunque sea invierno y hora de cenar, mi cabeza se va rápidamente a la playa de Zarauz, allí donde una pequeña caja de metal guardaba grandes delicias, empanadas o rebozadas, carne o pescado, según tocaba.
Nuestra familia veraneaba en Zarauz, al nivel de la Reina Fabiola o la familia De Palacio. Eso sí, nada de ocupar la casa solariega ni el palacete de la familia, no, nosotros íbamos más allá, y nuestra llegada a la villa se producía todos y cada uno de los días de agosto, excepto los domingos. Preparábamos nuestro egregio desembarco playero con un despertar temprano en nuestra casa de invierno en San Sebastián. Los niños hacíamos los recados, mientras los padres se dedicaban a labores tales como comprar el periódico, inflar las ruedas del coche y preparar la comida (sobre este último extremo, objeto del post, hablaré más tarde).
En la entrada de casa se amontonaban las bolsas y aperos que llevaríamos en nuestra jornada de verano, a saber: cuatro sillas, una mesa, tres bolsas con comida, toallas y sombreros, una piragua hinchable, el inflador, las palas, y la sombrilla. Cabe decir que solo éramos cuatro porteadores en la familia, con lo cual el camino hacia la playa se tornaba arduo y en etapas.
Bajábamos todo eso al coche, lo encajábamos en el maletero, tomábamos la autopista, y en pocos minutos, tras encontrar aparcamiento (a la primera) en el cerro del pimiento, mi padre distribuía el cargamento y empezaba nuestra aristocrática procesión hacia la arena. Dos kilómetros calculo, medio sobre la arena ardiendo, esperando a que el patriarca vislumbrara el terreno idóneo para el campamento. Después de tamaña aventura no quedaba otra que apurar el día y quedarnos hasta el anochecer en la playa.
Comer en la playa, la fiambrera mágica
Uno de los mejores momentos, después del primer baño del día, era el de la comida. A mí siempre me pillaba en el agua, a tortas con las olas. Quién me ha visto y quién me ve, entonces a mediados de agosto mutaba y me salían aletas en los costados. Desde allí, veía como la cosa se empezaba a fraguar, y de una de las bolsas comenzaban a salir los manjares que mi madre había preparado por la mañana temprano. El duralex se repartía para disponer una mesa como Dios manda. Sí, los platos y vasos eran de vidrio, y comíamos con cubiertos, ¿no os había dicho que éramos la flor y nata del veraneo zarauztarra?
Cuando todo estaba listo y mi madre ya no daba más de sí desgañitándose, salía del agua, y envuelta en una toalla me sentaba a comer. Si me hubieran obligado a comer pescado rebozado frío en casa hubiera puesto el grito en el cielo, pero en la playa todo era diferente, y los escalofríos bajo la toalla combinaban a la perfección con aquel sabor a pescado fresco frito. Quizá en el trayecto de la cocina a la playa, en la fiambrera ocurría algún fenómeno que se nos escapaba, que daba esa dimensión única a un simple filete empanado.
La fiambrera era de metal, deformada por los envites de muchos veranos. No demasiado grande, era sin embargo capaz de proveer de proteínas a toda la familia. Se cerraba con unas solapas a presión, y al abrirla, siempre después de la ensalada, todo lo que dominaba nuestra sombrilla se impregnaba de un olor maravilloso a hambre fresca, a carne empanada o pescado frío. Con todos estos aditamentos, ¿para qué necesitábamos un palacio?
Imagen | Daquellamanera en Flickr En Directo al Paladar | Las comidas veraniegas de mi infancia. La ensalada mixta