En verano cambian los hábitos alimenticios. Mientras todos aseguramos que comemos menos por eso del calor, la verdad es que a la vuelta de vacaciones, en septiembre, muchos nos damos un aire a la orca Willy, que no perdonamos un polo almendrado ni una paella debajo de una sombra. En realidad, lo que hacemos es ponernos tibios de comidas veraniegas con la pretendida excusa de que son muy ligeras. Luego pasa lo que pasa.
Cuando era pequeña el tiempo pasaba muy despacio, y el verano nunca se acababa. Comíamos en bañador, lo cual me hacía sentir un poco como las suecas de Torremolinos, aunque a decir verdad, el aire exótico siempre me ha corrido más por dentro que por fuera. A nuestra mesa, que muchos días se trasladaba a la terraza, llegaban manjares exclusivos de los días de estío.
Todos se sentían dichosos por poder ponerse ciegos a sandía, melón con jamón o ensaladilla, mientras yo me preguntaba qué necesidad había. Sin embargo, me encantaba la sangría, por eso de poder tomar vino sin que me miraran mal, y me volvía loca con las ensaladas mixtas de mi madre. Pero había una comida que nunca llegaba a la mesa, y de la que en ocasiones escuchaba hablar como el maná de los grandes calores: el gazpacho.
El gazpacho, ese rojizo objeto de deseo
Desde el norte, el gazpacho se tornaba un plato tan exótico como desconocido. En aquellos tiempos no existían los bricks, y en los hogares vascos no era costumbre extendida triturar tomates pepinos y demás hortalizas, a no ser que tuvieras ascendentes andaluces. Así que cuando algún intrépido explorador de la geografía española contaba sus hazañas frente a un cuenco de gazpacho, a mí se me nublaba la vista y el sentido, y me preguntaba cuándo probaría semejante manjar.
Fue a la vuelta de un viaje, en el restaurante Los Enlaces, por tierras mañas si no recuerdo mal. Mi padre se pasó todo el recorrido diciéndonos que íbamos a comer en dicho templo culinario (un restaurante de carretera) y que allí daban gazpacho. Para mí fue como si me dijeran hoy que me van a poner delante un plato de pez fugu.
Ya sentados a la mesa, llegó un cuenco de loza blanca con un líquido de color rojizo desvaído y de un sabor que entonces no supe apreciar. A su lado algo llamado tropezones, que consistía en cebolla, pimiento verde, tomate, pan y huevo duro picados, y que según las instrucciones de un sabio de la cosa, había que echar en el gazpacho. Aquel incauto na sabía lo mío con el pimiento, aversión mutua cuanto menos. Cosas del paladar infantil.
Tanta ilusión para nada. El resto de viaje lo hice sin hablar, maldiciendo mis ensoñaciones culinarias. No sabía que tiempo después me convertiría en una devoradora de todo lo que oliera a gazpacho, volviéndome loca por salmorejos, porras antequeranas y por un buen pimiento verde picadito flotando sobre ellos.
Imágenes vía | Centerbilder en Flickr, 3oheme en Flickr En Directo al Paladar | Gazpacho casero: mi receta