Hace años solía invitar a mis amistades y familia a grandes comilonas llenas de platos, a cada cual más elaborado. Que si una reducción, que si una mousse, que si deconstruimos una morcilla y la servimos en un plato raro. Todo era poco para que me siguieran ajuntando. Mis esfuerzos se concentraban en ofrecer menús muy largos en los que no faltara un potosí. Pero un buen día se me ocurrió innovar de la manera más simple: volviendo atrás, a la tradición, al fuego lento y a la cuchara.
Al principio tuve un poco de miedo, – estos me estampan el cocido en la cara, pensé. Pero no, muy al contrario, la cara que pusieron cuando les comuniqué mi garbancera invitación fue casi casi de emoción. De un plumazo mi concepto de convite exitoso cambió, desde la complejidad de la nueva cocina, hasta el abrazo cálido de los potajes de siempre.
Desde entonces mis dos estrellas para convidar a comer de verdad son el cocido y la fabada, ambos cocinados a fuego lento en grandes perolas a las que mimo como si se estuvieran recuperando de una larga convalecencia. – Pues yo uso la olla rápida, me dicen algunos, – queda muy bien y me ahorro mucho tiempo, apostillan. Yo no les digo nada, sonrío con una expresión impenetrable y cordial, y me voy a la cocina a ajustar el fuego, a asustar las fabes, a desgrasar el caldo. A amar lo que cocino, en definitiva.
El resultado en la mesa es siempre espectacular. Las posturas que con otros menús se tornaban incómodas (columna vertebral recta, codos alineados, miradas de soslayo para ver quién rompe el fuego, tenedores envarados) desaparecen para dar paso a compañeros de mesa con hambre declarada, de esa que hay que curar con urgencia, sonrosados, contentos, desinhibidos, que piden repetir una y dos veces, trasegando chorizos y judías con enorme naturalidad.
Ellos no saben que he comprado las fabes en un punto determinado y lejano, las he cocinado de víspera a fuego lento lentísimo, las he dejado que engorden con el reposo. No saben que me he levantado muy temprano para poner el cocido, hablar con los garbanzos, acariciar la bola. No lo saben, pero lo sienten cuando dicen algo así como – uf, ñam, qué bueno, madre mía, cómo me he puesto, y otras guturalidades indescifrables.
En invierno y otoño, y también en primavera, en mi casa los banquetes se sirven en legumbrera, se cocinan con tiempo en perola, y se remueven, si se presta, con cuchara de palo. Invitar a comer de cuchara es regalar felicidad.
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