El hambre, según Cicerón, es el mejor condimento, y sin duda fue el atroz acompañamiento de algunas de las excelsas páginas del siglo de Oro español. Difícilmente pueda darse en algún otro lugar este fenómeno de la literatura del hambre.
El siglo de Oro fue época de grandes contrastes, de una corte derrochadora y tragona, a la vez que el siglo de los pobres de solemnidad, circunstancia que se acreditaba con la “cédula de pobreza” que el párroco extendía previa confesión y examen de conciencia. Tal esperpento se basaba en una ley de 1540 que prohibía la mendicidad a aquellos que no se hubieran “examinado de pobres”.
Esta chocante pobreza, acreditada en más de ciento cincuenta mil mendigos censados a finales del XVI, generó una literatura aderezada con la crueldad del hambre. El hambre del Lazarillo, del Buscón, la de Sancho Panza, la de Guzmán de Alfarache y otros tantos
pícaros de cozina, sucios, gordos y lucios, pobres fingidos, tullidos falsos, cicateruelos de Zocodover y de la plaza de Madrid, vistosos oracioneros, esportilleros de Sevilla, mandilejos de la hampa,…
que Cervantes describe en La Ilustre Fregona, en claro contrapunto con la opulencia e inútil despilfarro de la clase dominante. Cervantes cree que el hambre es
capa que cubre todos los humanos pensamientos, manjar que quita el hambre, agua que ahuyenta la sed, fuego que calienta el frío, frío que templa el ardor; y finalmente, moneda general con que todas las cosas se compran; balanza y peso que iguala al pastor con el rey, y al simple con el discreto. (Quijote)
Y para Santa Teresa de Jesús, cocinera y buena gastrónoma, las hambres imperiales que se pasaban en los conventos de las Carmelitas Descalzas eran sacrificios cotidianos ofrecidos al Altísimo.
El hambre era mala, pero peor era tener que disimularla.
Somos gente que comemos un puerro y representamos un capón.
Afirma Quevedo en el capítulo VI de La Vida del Buscón. En este aspecto del disimulo, el palillo de dientes se convirtió en arma fundamental. El Lazarillo habla así de su amo, que llevaba ocho días sin probar bocado:
Y por lo que toca a su negra, que dicen, honra, tomaba una paja, de las que asaz no había en casa, y salía a la puerta escarbando los dientes, que nada entre sí tenían.
Y el pícaro Guzmán de Alfarache le hacía a su amo palillos muy apreciados:
Hacíale palillos para sobremesa de grandísima curiosidad y tanta, que aun enviaba fuera presentados algunos de ellos...
Acabemos con este epigrama cervantino:
El año que es abundante de poesía, suele serlo de hambre.
En Directo al Paladar | El pan, alimento literario