Han pasado ya muchos meses desde que Ferran Adrià anunciara el cierre de El Bulli. A día de hoy podemos contar con la mano los días que faltan para esa fecha marcada en el calendario: cinco, cuatro, tres, dos, uno, y el día 30 de julio El Bulli cerrará como el restaurante que hemos conocido hasta ahora para transformarse en otro concepto diferente.
Llegó el momento y a mí me pilla en un proceso de curiosidad y acercamiento a la cocina de Adrià. No quiero pensar que he caído en la triste tradición española que ensalza a los desaparecidos por muy mal que se haya hablado de ellos, pero durante estos últimos meses he ido dejando mi escepticismo en torno a la cocina del catalán, para sentir un deseo real de ver aquello de cerca.
Durante estos meses, en las redes sociales he visto muchos lamentos por no haber podido tener el boleto afortunado que abriera la puerta de una mesa en cala Montjoi, también algunas alegrías por tener esa fortuna. Queda la espera paciente para ver cuál es el devenir de Adrià y su equipo, qué sale de su laboratorio en esta pausa, qué modelo nos presentan pasados dos años. Sabemos, porque lo ha dicho él, que será una fundación. Decir eso es repetirse, pero queda verlo en marcha, poder, quizá, participar de ello de alguna manera.
Hace pocas semanas, Juli Soler recordaba en los cursos de verano de la Universidad Camilo José Cela una actividad que lanzaron hace años con el objetivo de sufragar la reforma de la cocina; entonces ofertaron "Tres días en cala Montjoi", estancias de varios días en El Bulli dirigidas al público en general, y apuntó que quizá esa idea antigua se rescatara en su nueva época. A más de uno se nos hace la boca agua solo de pensar en la posibilidad de poder acceder a algo similar.
Haga lo que haga tendrá la puerta llena de pacientes seguidores. Desde luego, a estas alturas, tras años de trabajo, el mito está creado y nos dice adiós. O más bien hasta pronto.
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