La sidra estuvo relacionada desde sus orígenes con la bebida alcohólica elaborada con frutas o cereal, como tal bebida, zumo de manzana sin fermentación. Nació en la zona del norte de España, siendo Asturias la cuna donde se meció su aroma y textura para dar uno de los productos naturales más apreciados.
Ya Alfonso X el sabio advirtió que la sidra y el vino, como quiera que gusten mucho, son cosas que embriagan el seso, equiparación que da a entender la calidad de ambas bebidas entonces.
Pero mientras que en un lado de los pirineos la sidra era tenida por “placer de santos” de a pie, el otro lado, en Francia, entraba en las cocinas para convertirse en complemento de platos refinados, así popular y doméstica en unas regiones, limítrofes con otras donde alcanzaba precio y fama extraordinarios.
La sidra conservó sus altos valores nutritivos y aportó dos hallazgos importantes: el vinagre de sidra y el calvados normando o brandy de sidra.
También fue un complemento para que la merluza, tan denostada, adquiriese el sabor que le faltaba para ser bien recibida por paladares críticos con este pez atlántico.