Realizar el análisis sensorial del vino es un ejercicio en el que, desgraciadamente se advierten de manera más nítida los adjetivos negativos que presenta que sus cualidades positivas.
Catar el vino es un ultraje para éste, es radiografiarlo, es someterlo de manera implacable a la acción de los sentidos.
Es como si acabáramos de conocer una persona y tras presentarnos comenzáramos a examinarle los dientes, toquetear sus brazos y piernas y girar alrededor de ella examinándola de arriba abajo.
Catar el vino es sacarlo de contexto, la situación en la que se decide si un vino es bueno o malo es maridando en comunión perfecta con un manjar o una comida, es en una tertulia siendo el nexo de unión que favorece la fluidez de la comunicación, es el instante de asueto ante un proyecto en el que sirve de inspiración. Muchos de los momentos más felices del ser humano se realizan al lado de una copa de vino (una pedida de mano, una boda, un brindis por un nacimiento, por el nuevo año…).
Catar el vino es despojarlo de toda la humanidad, de todo el amor, de toda la sensibilidad que posee. Es eliminar toda la carga emotiva que puede aportar, es como si juzgáramos a una persona por su aspecto externo sin prestar atención a su complejidad interna, a sus sentimientos.
Supongo que es por eso que siempre que hago una cata procuro no ser excesivamente negativo, ya que soy consciente de que siempre le queda al vino una parte humana, una parte sensible incapaz de ser detectada en la cata.
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