Como seguro que habéis escuchado, Salvados dedicó su último programa a Mercadona. En un determinado momento, un portavoz de la Asociación Valenciana de Agricultores denunció cómo los distribuidores forzaban tanto los precios que eso hacía que los productores perdieran dinero. Y es algo que se lleva denunciando desde hace años.
Independientemente del caso concreto, nada de esto es nuevo. Ayer hablaban de naranjas, pero este tipo de prácticas se repiten en muchos sectores. El año pasado, sin ir más lejos, os contábamos qué había detrás de la crisis láctea. Pero, cuando hablamos de esto, nos centramos en los productores y olvidamos uno de los grandes afectados: el consumidores. Porque la batalla entre las grandes empresas de distribución nos están llevando a tener dietas menos sostenibles (al menos a nivel medioambiental).
Vamos hacia un contexto en el que no sólo tenemos cualquier producto en cualquier momento y en cualquier lugar, sino que el precio es exactamente igual independientemente de la época del año en que se compre. Eso es fantástico: tener tomates, calabazas o higos chumbos durante todo el año nos permite poder disfrutar de lo que nos gusta siempre que nos apetezca. ¿Cómo es esto posible?
Incremento del comercio (y la coordinación) internacional
Hoy por hoy, los alimentos se mueven por el mundo de forma insospechada. El bacalao que se pesca en Noruega viaja a China para filetearse y volver a Noruega listo para ser vendido. La mayoría de los limones que se comercializan en los supermercados de la "costa cítrica" valenciana proceden de Argentina y, bueno, mientras que aproximadamente la mitad de las peras europeas vienen de Kenia, los kiwis estadounidenses son italianos.
Es verdad que las plantas y los animales han viajado por el mundo desde el principio de los tiempos y que las conservas, salazones y mermeladas muestran el esfuerzo tradicional de los seres humanos para conseguir que la comida no dependa de la estación. Pero como dice Paul Watkiss, profesor de economía de la Universidad de Oxford, hoy por hoy "estamos moviendo productos alrededor del mundo de una manera que parece realmente extraña".
Extraña, al menos, aparentemente. Por ejemplo, en 2008, Gran Bretaña, importó unas 15.000 toneladas de gofres mientras que exportaba una cantidad muy similar de... ¡Gofres! Sí, como lo oyen, se exportan casi los mismos gofres que se importan. Es una anécdota, claro. Pero ilustra que el movimiento de productos se ha vuelto mucho más complejo de lo que podríamos esperar.
La desestacionalización de la despensa
Desengañémonos, este tipo de cosas ocurren de forma natural porque los productos no son intercambiables: tienen características culturales, sociales y políticas que los 'enriquecen'. O dicho de otra forma, todos estos movimientos tienen su lógica, no crean; el comercio internacional produce beneficios importantes que no podemos negar. Pero a la vez, este fenómeno concreto (que no es un fenómeno exclusivo de los países occidentales, sino que se reproduce en buena parte del resto del mundo) tiene sus costes inadvertidos.
Costes que se hace más importantes al sumarle la guerra de precios entre las distintas empresas de distribución y venta minorista. Esta guerra hace que los precios (un indicador 'natural' de la estacionalidad del producto y de las condiciones productivas) estén distorsionados. A veces la fruta está cara y a veces barata, pero no debido a lo que pasa en las huertas, sino por intereses comerciales que sólo ahora empiezan a tener en cuenta los criterios medioambientales.
Los costes ocultos de la despensa
De esta forma, los tomates se recogen justo en el momento en que su color empieza a virar, se meten en cajas, contenedores y barcos, recorren decenas de miles de kilómetros y aparecen en nuestro supermercado favorito. Pero todo esto tiene costes ocultos.
Costes ecológicos, fundamentalmente. La enorme huella de carbono que deja este sistema internacional hace poco sostenible los hábitos de alimentación que empiezan a desarrollarse incentivados por un sistema de distribución que no tiene en cuenta los costes medioambientales. Empezamos a sustituir los productos de temporada y las dietas estacionales y sostenibles por una cesta de la compra que casi no cambia en todo el año. Es decir, empezamos a hacer de nuestra alimentación un problema medioambiental sin advertirlo.
No se trata, evidentemente, de reivindicar una vuelta al huerto urbano y un estricto consumo de proximidad. Nada más lejos de mi intención (entre otras cosas porque esto también tiene problemas). La idea central es tener claro que en la medida de que nuestra dieta de desestacionaliza, se vuelve menos sostenible. Es decir, que la guerra de precios no sólo afecta a los productores como parece normalmente; sino que afecta, sobre todo, a los consumidores.
En 2040 habrá más de 10.000 millones de bocas que alimentar y, debido a los procesos de desertificación, tendremos menos tierra disponible que nunca. Todo esto en un contexto de cambio climático donde la sostenibilidad se convierte en un valor clave. No podemos enfrentarnos al futuro sin las herramientas que nos da una cultura gastronómica potente, sostenible y responsable: sería buena idea invertir en ella.