Cuenta Jarvis Cocker en su canción Common People, el súperexito de la banda inglesa Pulp, su encuentro con una adinerada estudiante que quiere vivir como la gente común.
Cocker le contesta con ironía que, por mucho que lo intente, nunca sentirá lo que se siente cuando se vive y se fracasa como la gente común. Y al igual que una pudiente estudiante de arte, como esa chica de la que habla la canción de Cocker, nunca entenderá lo que significa no llegar a fin de mes, es imposible entender lo que significa una torrija si solo se ha probado como parte del menú degustación de un restaurante con estrella Michelin.
No es que la torrija sea un postre exclusivo de la clase obrera, pero es sin duda un postre de origen humilde, de fuerte carga emocional.
Es imposible explicar la pasión de los españoles por las torrijas, la receta más buscada en internet en cuanto pasa el entierro de la sardina, sin entender su carácter genuinamente familiar.
La gracia de las torrijas es que todo el mundo puede hacer torrijas
La mayoría de nosotros asociamos su consumo a una época del año, en la que estábamos de vacaciones, probablemente en nuestro pueblo, y nuestra madre, abuela o tía, nos alegraba el día con un dulce tan básico como eficiente.
La gracia de las torrijas es que todo el mundo puede hacer torrijas. Hasta mi tía Amparo, que no destaca precisamente por ser una buena cocinera, las clavaba cuando pasábamos la Semana Santa en Cuenca.
Mi recuerdo de aquellos años se divide en dos imágenes que quedan clavadas en la memoria de cualquier niño: el miedo que producían los pasos de Semana Santa y el placer de hincharse a torrijas. Y es un recuerdo compartido por muchos españoles de todas las edades. La memoria gastronómica de un país de muertos de hambre donde hasta no hace tanto nuestro mayor placer culinario era remojar un trozo de pan seco en leche o vino, rebozarlo, freírlo y, con suerte, echar al invento cantidades ingentes de azúcar.
La imposible sofisticación de la torrija
La gastronomía es como el lenguaje: evoluciona conforme lo hace la sociedad. Aunque las torrijas tienen una génesis humilde, pues era una buena forma de aprovechar el pan que se quedaba seco, su forma actual es más reciente de lo que solemos creer.
Antes las torrijas se preparaban casi en exclusiva tras un nacimiento, para dar energía a las mujeres que acababan de parir
Para empezar, las torrijas se asociaron a la Semana Santa solo a partir del siglo XIX, cuando el azúcar comenzó a ser más asequible, y solo se empezaron a consumir en estas fechas porque sus ingredientes coincidían por casualidad con alimentos permitidos en el ayuno cuaresmal. Antes se preparaban con miel, y se elaboraban casi en exclusiva tras un nacimiento, para dar energía a las mujeres que acababan de parir (y como parte de la celebración que trae siempre una nueva vida).
Fue a partir del siglo XIX cuando se empezaron a preparar torrijas con todo tipo de líquidos, al margen de la leche o el vino, que han sido siempre los compañeros del pan más extendidos. Y surgieron múltiples variedades locales, siempre asociadas a los ingredientes de cada zona.
En Sanlúcar de Barrameda, por ejemplo, el pan se empapa en una mezcla de huevo, manzanilla y agua. Después de freír, las torrijas se bañan en un almíbar de azúcar o miel, limón y canela y, cuando aún están calientes, se aromatizan con la flor del naranjo. En Cantabria las torrijas se llaman tostadas y, sabe Dios por qué, se toman solo en Navidad.
Basta preguntar por las torrijas para escuchar historias como la de Elena, que cuenta cómo su abuela las preparaba en cuanto llegaban al pueblo en Semana Santa, cociendo la leche al fuego con canela y limón. Luego los niños le ayudaban a empaparlas. Siempre pensó que era un postre que se había inventado su abuela, y comprobar que en realidad todo el mundo las comía fue como saber que los padres son los Reyes Magos.
Hay quien solo recuerda en casa las torrijas de vino tinto -cuando aún no parecía irresponsable dar alcohol a los niños- y quien no concibe, como es mi caso, unas torrijas que no sean de leche. Hay quienes asocian el postre a las visitas al pueblo y quienes, como Raquel, que ahora vive en Suecia, lo asocian a su paso por Madrid, cuando compartía las torrijas con sus amigos, en un momento de juventud (y un hogar) que ya no volverá.
Las historias en torno a las torrijas pueden ser muy distintas, pero hay algo en lo que todos coincidimos: la torrija es un postre casero, familiar, que no solo está empapado de leche, almíbar o vino, sino también de recuerdos.
Por supuesto que no hago ascos a una buena torrija de brioche, caramelizada y acompañada de helado, como las que se han popularizado en multitud de restaurantes desde que el chef francés Michel Guérard pusiera la receta de moda. Pero esto no tiene nada que ver con nuestras auténticas torrijas. Unas torrijas que, pese a estar probablemente más secas, más empalagosas o grasientas, son las que nos transportan a la infancia. Esa época en la que zampabas alegremente sin pensar que de mayor serías un señor con sobrepeso.
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