“Vamos de puta madre. Llegamos a las 16. Preparad el whisky”.
Fue el último mensaje de audio que mandó mi suegra al grupo de WhatsApp de la familia, que llevaba desde que la conozco sin probar el whisky. Unas horas después llegó a Madrid y falleció en su cama.
En el folclore patriarcal la suegra es un ser malvado, que no hace más que dar problemas. Nunca nadie hizo chistes de suegros. Tampoco te tiene que caer necesariamente bien la madre de tu pareja. Pero mi suegra, Foufou, era de puta madre, que diría ella. Y, además, era una gran cocinera.
No es la primera vez que hablo aquí de mi suegra: ella me enseñó a hacer una vinagreta que logró que, incluso, me apeteciera comer ensalada; una bechamel en la que no salen grumos; y, claro está, las mejores crêpes y quiches, que para algo era francesa.
Aunque llegó a España en los años 50, FouFou –como la conocía todo el mundo–, conservó un marcado acento francés toda su vida. Y, aunque se enfadó con sus compatriotas por difamar contra Rafa Nadal, que parecía su séptimo hijo, siempre llevó con orgullo su procedencia gala, sobre todo en lo que respecta la comida.
Un recetario que vale su peso en oro
En una España anclada en el cocido, los macarrones con chorizo y el pescado rebozado, la mesa de los Jos Vielcazat parecía de otro planeta. Yo conocí a Foufou hace solo una década, pero aún así flipe el primer día que me invitó a comer: uno debería estar nervioso por conocer a su familia política, pero me puse aún más nervioso cuando vi lo que había de comer.
Cualquier domingo –en realidad, casi cualquier día–, Foufou se pasaba la mañana en la cocina, y era capaz de preparar a la vez un brazo gitano, unos rollitos vietnamitas y un Wellington de lomo de cerdo, por citar algunos de sus platos más emblemáticos. Todo esto, en medio del caos, pues a la vez que cocinaba, hablaba por teléfono con alguna de sus numerosas amigas y se le olvidaba apagar el fuego. Pero, milagrosamente, (casi) nunca se quemaba nada. Y, encima, clavaba las cantidades con precisión milimétrica. A diferencia de lo que solía ocurrir en España, primaba la calidad sobre la cantidad.
Siempre que ibamos a comer a su casa le preguntaba a Cecilia, mi mujer, qué iba a a hacer su madre de comer. Y la respuesta, por mucho que lo intentara, era siempre la misma: a mi madre no se le puede preguntar qué hay de comer. Aparentemente, estaba prohibido. Nunca lo hice. Y me alegro.
La gracia residía en adivinar qué tocaría hoy. ¿Carrilleras? (hubo un tiempo, hay que reconocer, que siempre hacía carrilleras) ¿Tabulé? ¿Su legendario Chop Suey? Lo mejor de todo es que, además, siempre preparaba varias guarniciones y postre. Normal que no fuera amiga de visitar restaurantes: en la mayoría se comía peor que en su casa.
Nunca he estado en un velatorio en el que se hablara tanto de comida como en el de Foufou: todo el mundo recordaba lo bien que cocinaba y lo generosa que era con sus invitados. Para mi suegra, cocinar era un acto de amor.
Aunque solo han coincidido dos años en el mundo, cada vez que íbamos a visitarla con Pedro, mi hijo, le preparaba un bizcocho. El fin de semana antes de morir, ya sin fuerzas para cocinar, le compró unas tortas en Ayerbe –el pueblo de su marido, que se convirtió en su segundo hogar– y nos dijo: “Decidle que las he hecho yo, que no se va a dar cuenta”.
Descansa en paz, Foufou, prometo seguir haciendo infinitos botes de mermelada de tu parte.
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