En la actualidad, cuando pensamos en una gallina, solo podemos imaginarnosla en una jaula, un corral o, en el mejor de los casos, en cercados al aire libre. Pero hubo un tiempo en el que la vida de las gallinas era muy distinta.
Los gallos y gallinas actuales son descendientes domésticos del Gallus gallus, un agresivo gallo rojo, de la familia del faisán, que habitaba los bosques del norte de la India y el sur de China. Estos animales se empezaron a domesticar en Tailandia antes del 7.500 a.C y llegaron al Mediterráneo hacia el 500 a.C.
Como explica Harold McGee en nuestro libro de consulta de cabecera, La cocina y los alimentos, no está claro por qué se empezaron a domesticar las gallinas, pero lo más seguro es que se las valorara más por su prolífica producción de huevos que por su carne.
Algunas aves solo ponen un número fijo de huevos cada vez, les pase lo que les pase a los huevos. Otras, entre ellas la gallina, siguen poniendo hasta que se acumulan cierta cantidad en el nido. Si un depredador se lleva un huevo, la gallina pone otro para reemplazarlo, y puede seguir haciendo indefinidamente. Y esto convirtió a las gallinas en un recurso muy útil para el ser humano.
Pese a esto, en Occidente las gallinas no eran más que una especie carroñera en la granja, que recibía muy poca atención. No fue hasta el siglo XIX cuando se importaron grandes aves de China y comenzó la verdadera cría de estas con el objetivo de obtener cuantos más huevos y carne mejor –además de explotarse por puro entretenimiento en espectáculos de peleas que aún perviven en muchos países–.
Entre 1850 y 1900 la gallina experimentó más cambios evolutivos que en toda su existencia como especie, todos ellos destinados a intensificar su capacidad ponedora, si se querían para obtener huevos, o su tamaño, si se querían para obtener carne.
El resultado es el que todos conocemos: la industrialización de las explotaciones avícolas.
Regreso al bosque
El trato que disponemos hoy a las gallos y gallinas causa hoy tanto recelo que hasta la Unión Europea ha legislado para poner límites como el espacio mínimo del que puede disponer una gallina y la prohibición a corto plazo de las jaulas. Pero hay quien cree que no basta con que las gallinas puedan disfrutar del aire libre, además quiere devolverlas a su hábitat original: el bosque.
Massimo Rapella, de 48 años, afirma que se convirtió en criador de pollos por accidente. Su mujer y él dirigían una ONG educativa en la ciudad de Sandrio, en el norte de Italia, pero cuando estalló la crisis financiera golpeó y el gobierno italiano recortó las empresas sociales, decidieron mudarse a un pueblo prealpino, en la región de Valtelina. Consiguieron algunas gallinas para autoconsumo y pronto notaron algo interesante: a las gallinas les encantaba adentrarse en el bosque cercano.
Como cuenta Vittoria Traverso en un reportaje para Atlas Obscura, en vez de limitar sus salidas al bosque, Rapella alentó este comportamiento y vio que, incluso, podía constituir un negocio.
Hoy la empresa de Rapella, Uovo di Selva, cuenta con 2.100 gallinas, que habitan en semilibertad –por la noche son encerradas en el gallinero para evitar el ataque de los depredadores–, en una parcela de dos hectáreas de bosque de castaños.
Frente a las gallinas en explotaciones industriales, estas no ponen huevos todos los días, pero aun así es posible recoger unos 1.300 huevos por jornada, que Rapella reparte en 24 horas a sus clientes, unos 400 familias y 40 restaurantes de las provincias de Sondrio y Milanese.
Adaptar a las gallinas al que fue hace siglos su hábitat natural no ha sido un trabajo fácil. Las primeras gallinas que se adentraron en el bosque estaban completamente perdidas y se asustaban con la nieve, pero poco a poco se fueron a adaptando, comiendo todo lo que encontraban por el suelo, al igual que sus ancestros.
Según Rapella, los huevos son más sabrosos que cualquier otro, también los de producción ecológica (un certificado que, de todas formas, también tienen estos), y tienen más proteína, debido a que las gallinas se alimentan en gran parte de insectos. Como resultado, un huevo batido alcanza tres veces el volumen que uno convencional. La yema de huevo puede incluso cambiar con las estaciones. En otoño, cuando los pollos comen castañas ricas en taninos que caen de los árboles, adquiere un color más oscuro y un sabor más rico.
El modelo es sin duda un éxito, pero el granjero italiano se niega a implementarlo en otros lugares. “Mis huevos nacen en este bosque, aquí en Valtelina”, concluye Rapella en Atlas Obscura. “Nunca sería lo mismo en ningún otro lugar”.
Imágenes | Uovo di Selva
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